Cómo se corre una mujer cuando no hay hombres mirando
Una reseña de Babygirl con spoilers
Dinero ✓
Trabajo ✓
Familia ✓
Belleza (bótox y crioterapia incluidos.) ✓
Romy lo tiene todo: es la girlboss y madre perfecta; ocupa un alto cargo en la empresa para la que trabaja, vive con su marido Jacob (Antonio Banderas) y sus hijas en un pisazo neoyorquino y pasa los fines de semana en su casa de campo. Cuando no está trabajando, prepara el desayuno de su familia ataviada con un delantal de flores.
Romy es perfecta hasta cuando se corre.
Hemos escuchado mil veces los gemidos que suenan en los créditos iniciales de Babygirl antes de verlos reflejados en la cara de su protagonista. Son los sonidos del Orgasmo Femenino Universal, la manera en la que nos corremos todas las mujeres del mundo.
Tras ese orgasmo arquetípico, Romy espera a que Jacob duerma para escabullirse a otra habitación y masturbarse frente a una peli porno. Esta vez, sus gemidos son más bien gruñidos, un sonido animal que ella ahoga contra el dorso de su mano antes de cerrar el portátil de golpe.
“Creo que te gusta que te digan lo que tienes que hacer” le espeta Samuel (Harris Dickinson), un nuevo becario que se incorpora a la empresa robótica de Romy. Ambos inician un affaire de dominación/sumisión. Él domina y ella obedece, pero no hay nada cincuentasombrasdegreyesco en su relación. Ni Romy es una sumisa entregada que se deja llevar por Samuel sin cuestionar nada, ni Samuel un dom experto que obliga a Romy a hacer cosas que no quiere hacer. Ambos personajes exploran juntos un deseo que a ratos los avergüenza, los hace dudar de su propia moralidad e incluso hace que se sientan ridículos.
Casi todos sus encuentros son en hoteles, no-lugares donde exploran un deseo que amenaza con arrebatar a la protagonista todo lo que ha construido en su vida adulta, tan perfecta, tan bien compartimentada, tan robótica, tan distinta a la de su infancia en una comuna hippie, un elemento clave de Babygirl que gran parte de la crítica parece haber obviado.
A diferencia de otros thrillers eróticos míticos, un género predominantemente masculino, casi olvidado tras su apogeo en las décadas de los 80 y 90, Halina Reijn renuncia a la dicotomía freudiana virgen-puta, tan común en las películas del género. No castiga a Romy (por infiel, por puta) ni la redime (santa, virgen.)
En cambio, la cineasta cuida cada detalle de Babygirl: desde el vestuario de los personajes (ella impecablemente vestida, con más encajes y transparencias a medida que avanza su relación con Samuel, él siempre con un traje barato y el torso lleno de tatuajes talegueros, cadenita de oro incluida), hasta la escena en la que la pareja baila en una discoteca, un guiño a la cultura de club bdsmera, Reijn no da puntada sin hilo en esta exploración del deseo, en la disonancia entre lo que una quiere y lo que desea, algo caótico y complejo que no entiende de convenciones sociales ni logros conquistados, un sonido animal que pugna por salir del cuerpo perfeccionado. Un no-lugar sobre el que queda tanto por explorar, decir y reivindicar.